El lujo tiene mucho de felicidad sin
esforzarse. Hoy en día el lujo duro, el lujo este asiático, es
hacer exactamente lo que sale de tu infantil corazón sin filtro
alguno. Vamos, yo ya no me imagino otro modo de vida. El lujo es lo
que tiene, que se acostumbra a él uno muy rápido.
Antes el lujo tenía que pasar por el
filtro del sistema, indefectiblemente. Había que tener un pie en el
sistema y otro en quién eres tú mismo. El sistema era lo
suficientemente confortable como para poder tener un pie metido en
él. Pero luego el sistema se hizo demasiado inhabitable y, para
vivir con lujo, tenías que salirte de él completamente.
Si tienes que esforzarte por hacer lo
que haces eres un paria. Si tu vida no se asemeja al tranquilo fluir
de un arroyo cristalino tu vida no es lujosa. ¡Menuda putada! ¡Y tú
que te habías esforzado la hostia por acumular enseres y servicios!
Pues ya ves, si fueras moderno radical como yo hubieras sabido que en
el futuro, es decir, hoy, el lujo no sería así. Yo es que tengo
poderes predictivos y ya lo sabía, así que pude encaminarme hacia
él con mucha premura.
En el lujo futurista en el que vivo el
dinero no es la base de la cuestión, es un mero adorno. Lo que antes
servía como cimientos de la casa ahora son las cortinas. Aunque me
encanten las cortinas, puedo vivir sin ellas perfectamente. Pero si
un día me compro unas cortinas será estupendo, claro. Pero a lo que
voy es que ahora lo del dinero no es crucial.
La base de tu vida ya no está donde
estaba. Antes la base era tu curriculum, y sobre él se construía
todo lo demás. Ahora mi curriculum es un diploma que tengo enmarcado
para que lo miren las visitas y digan “joder, Juan, pues sí que
tienes tú estudios” y yo pueda decir “sí, sí, ya lo sé, pero
no es algo a lo que dé mucha importancia”, quedando claro que voy
de sobrado, porque por lo que tú darías una pierna yo hablo de ello
como de unas zapatillas de deporte bonitas que me hubiera comprado.
Dios ha sido el cerebro de este nuevo
orden mundial, naturalmente. Dios vio que todo andaba muy pervertido
últimamente. Que lo que había de ser la base del hombre, la
familia, no se le estaba dando la importancia que tenía en el
anterior mundo en el que vivíamos. Dios sabe lo que les viene bien a
sus hijos, que para eso se los inventó él, así que arrasó la
civilización que estos, ingenuos, habían montando mandando una
Crisis más terrorífica que mil plagas de langostas.
Ha sido como cuando Moisés guió a los
judíos fuera de la civilización de aquel entonces, Egipto. Allí
imagino que los judíos vivían como viven hoy un poco las buenas
personas en el sistema: de forma precaria, porque no tienen los malos
sentimientos pecaminosos necesarios para hacerte con una buena suma
de dinero y vivir rodeado de glitter. Así que Dios me mandó a mi,
que en vez de Moisés me llamo Juan, pero, oye, también tengo un
nombre bíblico de categoría, y me ordenó que os sacase de una
oreja de Egipto, por vuestro propio bien, para que pudieseis ser
felices.
Dios sabe bien a quién elige, que para
eso ve la partida desde arriba. Él no tiene la visión nublada por
los disfraces que usamos aquí. Él sabe, de un vistazo, que el bueno
es este y el malo es aquel. Así que me eligió a mi, de forma casi
militar, para que os convenciera de seguirme. Y yo lo he conseguido,
porque no podría ser de otra manera. Soy la ficha del tablero cuya
función es esa. Hacer que los demás pringados me sigan. ¡Vamos,
pringados! ¡En fila india! ¡Todos detrás de mi! Y me seguís.