¿A quién no le gusta Ramón Tosas
Ivá? A los millennials, que no deben saber ni quién es. ¡Así nos
va! Perdemos el terruño en pos del microchip y encima nos creemos
que hemos ganado en el trato.
Mi andadura por estos, digamos, diez
años de crisis me ha hecho aprender muchas cosas. Ha sido, podríamos
decir, una puta mili para mi. Una de las cosas más interesantes que
he descubierto es cómo piensan nuestros queridos amigos fachas.
Antes eran mi enemigo mortal, ahora son un simpático vecino con más
malas pulgas que mala fe.
Yo en el combate, en la guerra total,
soy como Ender de El Juego de Ender. Mi fuerte no es la envergadura
física sino la inteligencia y la capacidad estratégica. Para
derrotar de forma definitiva a un enemigo hay que pensar como él
porque así seremos capaces de descubrir su punto débil. Nuestra
arquitectura cerebral está siempre diseñada para proteger el punto
más débil de nuestra alma. Por lo tanto adoptando los patrones
mentales del enemigo se nos revelará la respuesta que buscamos.
Sin embargo, como Ender, cuando uno
hace esto se lleva una sorpresa: el punto débil del enemigo lo es
porque es inocente. Cuando uno ve esto se acaba la guerra porque le
resulta imposible ejecutar a un inocente. Toda la maquinaria de
guerra que el enemigo ha desplegado tenía perfecto sentido desde el
punto de vista de él. Así que cuando se es una máquina de matar
tan implacable como lo soy yo el siguiente paso es convertirse en una
máquina de traer paz a este bello mundo.
La manera definitiva de acabar con la
guerra es entender que en realidad no hay conflicto alguno. Todo era
un error de percepción, un malentendido. Cuando ves la inocencia del
enemigo trabajas a su favor y no en su contra y el enemigo a cambio
hace lo mismo contigo.
¿Te suena todo esto meapilas? Debería,
porque un poco lo es. Es más guay la guerra que la paz, por eso
existen videojuegos de naves y de peleas callejeras. No hay
videojuegos de podar rosas. Bueno, alguno hay, pero es un videojuego
casual de la Wii, una cosa como de principios de siglo. La guerra nos
mola porque es divertida. Todo el día dándonos besos agobia.
Sin embargo podemos entender la guerra
como lo que es, un juego que nos hemos inventado. Si la vemos como un
juego y no como algo superserio podremos mantener sus emocionantes
formas pero salvaguardando su inocente fondo. Entender que la guerra
es una tontería nos brinda paz y encima diversión.
La guerra es una pelea de niños en la
que vale pegar pero sin hacer daño. Y pasa lo de siempre, que uno se
emociona y acaba pegando un poco fuerte de más. Entonces ya la
tenemos liada. Si no pedimos perdón inmediatamente la cosa se puede
llegar a liar tanto como para tirarnos una bomba nuclear a la cabeza.
Así que con un poco de buena voluntad podremos divertirnos peleando
pero sin que la sangre llegue al río. Una pelea como de perros,
divertida, bonachona. Como de aldea de Astérix.
¿Veis qué fácil es, insectos? Muy
bien, pues ahora id a predicar la palabra que os ordena predicar
vuestro puto amo. Venga. Ya estáis tardando.