El Eko es la protobebida molónica.
Mola mucho más que el Nescafé. El Eko es de viejos, y un joven
haciendo cosas de viejo mola. No hay mucho más que hablar, es una
ley.
Eko lo conozco porque los tenían mis
abuelos del pueblo en la despensa, que era una sala que ahora está
habilitada de dormitorio, o sea que fíjate cómo era la puta
despensa. Además tenía el suelo sin alicatar y sin nada, era todo
de piedra, ahí no podías entrar descalzo. Bueno, podías, pero que
no era una sala con parqué, precisamente.
En aquella despensa no había más que
cosas guays. Había las típicas latas que regalaba Cola Cao con sus
escenas familiares hechas con dibujos así como de los 50 o 60,
aunque luego estaban llenas de habas o lentejas. Había manos con su
almirez y latas de bonito Ortiz, que no sé desde cuándo al bonito
se le llama atún, que es como mucho más aséptico.
¿Qué pez va a estar más bueno, uno
que se llama atún, que es como se les llama a los tontos, o uno que
se llama bonito, que es como se les llama a los guapos?
Pues bonito.
Mis abuelos tenían bombona de butano y
cocina de leña, donde todo sabe más rico. Freían fisuelos en la
sartén, que es como se les llama a los buñuelos de viento en el
norte de España.
La cocina de mis abuelos, unida a su
despensa, era la sala donde se hacía la vida en aquella casa. Venía
Encarna, la peluquera, a jugar a la brisca y todos éramos felices
que te cagas.
Recuerdo aquella campaña de Aquarius
que subastaba un pueblo para los urbanitas que no tenían pueblo. Es
una buena idea pero tenía un tono que delataba que el que la pensó
era el típico de pueblo que vino a la ciudad pero que en realidad
desprecia a su pueblo, que lo mira como por encima del hombro y de
vez en cuando le suelta una limosnilla.
Y dar aquello que te sobra nunca fue
compartir, sino dar limosna, amor.
Tener pueblo es algo que te hincha el
corazón. Yo no nací allí pero iba todos los veranos. A mi el resto
del año me parecía una excusa, un tiempo que había que pasar entre
vacaciones y vacaciones para poder ir, por fin, al pueblo. Allí
tenía mi pandilla verdadera, no como la de la ciudad, que, no sé,
es que no era tan buena. No pasa nada.
Allí estaban todos. Magdalena, La
Nena, Noelia, otra Noelia alias “Rogelia”, porque en el pueblo
tienen una mala hostia para los motes que te quedas loco y muerto de
risa a la vez.
A mi nunca me sacaron mote. Supongo que
percibirían que a mi eso de los motes no me gusta. Aún con todo,
Toni, alias “El Neno”, tuvo la desfachatez de sacarme uno un
verano. Resulta que estaba yo manejando unos neumáticos que
estábamos preparando para bajar por el río montados en ellos y sin
lavarme las manos me puse a comer un bocadillo de Nocilla que me
había preparado mi tía Angustias.
Eso parece ser que le pareció una
guarrería, ya ves, cuando Toni era conocido por no parar de revolver
entre los alambres, así que para guarro él. Total, que se sacó
como mote “Neumático”. ¡Hostia puta! ¡Qué mal tirado! Pero
allí los motes son así, no son ideas finas ligadas con otra idea
mucho más fina. Allí los motes son una hostia en toda la cara.
A mi primo Alejandro, que tiene un
mentón de puto caballero, tipo Frasier, van y le llaman “Mandíbula”.
Y “Mandíbula” sigue siendo, alias “Mandi”, o sea, que el
mote ha generado un mote más práctico. Los pueblos son la risa.
A Oscar, un chaval que parece un galán
de Hollywood de lo guapo que es, así tiene la piba que tiene, como
tiene una caída de ojos a lo Paul Newman no se les ocurre otra cosa
que llamarle “Dormido”.
¡Hala, chaval! ¡Pa que aprendas quién
manda! ¡”Dormido”! ¿Qué me vas a decir tú ahora?
En el pueblo todo consistía en eso, a
ver quién la hacía más gorda. Es así. Jugábamos a destruir
huertas simplemente por el placer de hacerlo. Eso es todo. Destruir.
Eso es lo divertido. Los que tenemos pueblo lo sabemos muy bien.