Este chocolate cuesta un euro, y por
tanto es el mejor chocolate de todo el lineal del chino. La gente
sufre mucho por sus apetencias más sencillas, como el chocolate.
Hay gente que se somete a auténticas
torturas por el mero hecho de ser como es. Han llegado a la
conclusión de que el hecho de que les apetezca tomar chocolate es
algo malo, como en otros tiempos los apetitos sexuales también se
veían pecaminosos.
Hoy los apetitos sexuales verdaderos
también se ven como pecaminosos, al igual que el hecho simplón de
que chocolate sea lo que te apetezca, así que tenemos unas prácticas
sexuales light que nos mantienen alejados de La Delgada Línea Roja
y, a la vez, nos da consideración social, ya que hoy en día la
promiscuidad moderada está bien vista y aplaudida.
Estos entramados sociales tan
espantosos, tan infantiles, nos llevan a un modelo de pareja
heterosexual que a mi me da la risa. Es que me los he cruzado ahora
que bajé por chocolate y vengo descojonado vivo. Por eso lo tengo
que contar.
Él es un pamplinas, gordito, de
carácter endeble. A ese le haces así y te obedece en todo lo que
mandes.
Ella es insoportable, irritante,
desconsiderada, mandona, chillona, mema... Pero es mona. Así que se
permite todas las chungueces que hace porque es mona y el pamplinas
la aguanta.
Este modelo de relación es
insostenible, claro está. O en cuanto vengan un poco mal dadas huele
a cuerno quemado.
Porque aguantar a la tronca esa es un
trabajo en sí mismo. El pobre chaval se ve que no aguanta más. Hace
lo que puede, respira hondo para soportar el hecho de que ella lo
sabe todo y él no sabe nada, ya que ella es lista y él muy tonto.
Ese es el contrato que tienen firmado.
Sin embargo el colega tampoco se queda
atrás. Va a rebufo, siempre es el número dos, nunca toma la
iniciativa. Y a una chavala mona lista este panorama no le gusta nada
porque ¡ha tenido que cargar con el feo!
Total, que se han quedado los dos con
lo que han podido comprar. A él le viene bien una chica mona, porque
eso nos viene bien a todos, pero con la particularidad de que un
hombre no aguanta a esa mema cinco minutos. Ni la mira. Así que el
colega decide aguantarla porque sale ganando. Así ella toma todas
las putas decisiones, ese trabajo tan tedioso, y él se puede dedicar
a contemplarla embobado.
Y a ella él también le viene bien.
Porque ya se ha dado cuenta de que no tiene lo que hay que tener para
acercarse a un hombre. Y este, bueno, es un poco calzones pero al
menos tiene pene y no tengo que pasar por el duro trance de hacerme
lesbiana. Y, chico, a mi lo que me gusta en la vida es mangonear, y
este se deja cosa fina. Me parece bien.
En realidad el modelo de relación no
tiene nada de malo. Es perfecto. La mierda de cada uno es el maná
para el otro. Fallan en lo crucial, en que se pican el uno al otro.
Así ese maná cada día se ve herido por la puya cotidiana. Y
cualquier día el maná se acabará y los dos se quedarán atónitos,
preguntándose qué ha podido pasar. ¡Si yo no he hecho nada!
Y así van, bajando por la escalera
delante mío ofreciéndome un espectáculo triste disfrazado de vida
jovial. Luego me he encontrado con mi vecino Alberto, gordo como un
elefante, le conozco de toda la vida. Y cuando yo volvía con mi
chocolate él subía con su mujer, apoyándose en silencio el uno al
otro, como dos viejos elefantes. Esa relación, menos chispeante, más
estoica, obtiene mi aprobado. Porque brillan menos pero se apoyan
más. Los otros están demasiado ocupados en ser estrellas cuando no
lo son.
Y luego me he cruzado a una vecina
recatadísima, reluciente como una monjita, y ahí ya se me ha
activado el pene. Porque a mi las que me gustan son las monjitas.
Pero de eso ya hablaremos otro día.