De vez en cuando me sienta bien bañarme
en mierda. La mierda tiene cualidades regenerativas, como bien saben
las plantas que en tu huerto urbano luchan por florecer teniendo como
base una patética maceta, así que yo me aprovecho de eso, como de
otras muchísimas cosas.
No tengo ni idea de qué me encontraré
dentro de este icónico CD, con su carita de acid, hoy llamado emoji.
Emoji es una palabra que me resulta tediosa, yo dejé ese mundo
cuando los emojis se llamaban, como mucho, emoticonos.
La evolución lógica de emoticono
hacia algo con la misma estructura que emoji sería emoti. Emoji
parece que apela a un rollo japonés que yo no veo por ninguna parte.
Cuando alguien dice emoji se está delatando como un ser
completamente pasado de moda.
Ahora está todo plagado de peluches de
emojis, de lo que yo llamo, campestremente, “iconitos de Whatsapp”.
La caquita de Whatsapp se ha hecho un icono pop, recordándoos que
mierda sois y en mierda os convertiréis. Yo llevo el concepto más
allá y me baño en mierda, yendo, como siempre, un paso más
adelante que vosotros.
El icono de la caca es para aquellos
que intuyen las propiedades regenerativas de las heces pero no se
atreven a pasar de la idea prefabricada. La sociedad de consumo está
diseñada para que no te tengas que enfrentar a la verdad, ya que
esta a veces requiere un esfuerzo más allá de poner el despertador
a las 7.30. Nuestros padres fundadores tuvieron en cuenta tu
tendencia a la extinción cuando diseñaron esta sociedad tan
pletórica. Te mantienen en un tibio duermevela para que no tengas
que rebajarte a esforzarte por las cosas, como un animal cualquiera.
Yo no tengo problemas con esto, paso
por tu lado sin alertarte de que pronto tu cuna se deshará en mil
pedazos y los dos ganamos. Tú no te llevas un susto y yo no me tengo
que rebajar a hablar contigo.
Por tanto los dos vivimos una vida
parecida. Tú te relacionas con la caca del Whatsapp, prefabricada,
inofensiva, y yo con la caca de verdad, más incómoda pero con todas
sus propiedades intactas, como la piel de una manzana repleta de
vitaminas. Yo vivo la vida y tú te imaginas que la vives. Tú te
relacionas con una simulación y yo con aquello que simula tu
programa. Pero esencialmente estamos en la misma carretera.
Para mi es como correr una carrera en
Blur contra un coche fantasma. Cuando quieres mejorar tu tiempo en un
juego de carreras a veces se te da la opción de competir contra ti
mismo cuando hiciste el mejor tiempo. Sale ese coche que fuiste tú
cuando lo hiciste mejor que nunca pero traslúcido. Aunque quieras no
te puedes chocar con él, ya que parece que está ahí pero es
mentira.
Eso es lo que siento yo cuando me cruzo
contigo por la calle. Veo un coche fantasma, que está corriendo una
carrera que ya terminó hace muchas, muchas partidas, Pero ahí
sigue, soñando que sigue en Le Mans y los fans se tiran a sus pies.
Yo, que veo que estás en medio de ninguna parte, trato de lidiar con
el tsunami de emociones que me provoca esta visión: por un lado
rabia, por otro compasión, por otro asco, por otro ternura. Es un
plato de espaguetis con albóndigas difícil de tragar.
Sin embargo continúo mi camino y no te
corto el rollo. Porque, caray, si no te gustase tanto que los fans se
tiren a tus pies no estarías en medio de esa vida fantasma. Ya que
en la vida real no habría nadie que se tirase a tus pies, permítete
soñar con que así es. Cuando unos niños juegan a que son indios y
vaqueros no puedes llegar, como un adulto malrollero, a decir que eso
son paparruchas y que basta ya de hacer el membrillo. Dejas que los
chavales dejen de jugar solos a pesar de que sus gritos te resultan
molestos, ya que tú eres el adulto y no ellos. Nobleza obliga.
Y nada, a ver cómo suena esta mierda
cacosa que me he pillado en el Cash. Sabe Dios. ¡Sabe Dios!