Cuando yo era joven, de tez limpia, no
como ahora, todo lleno de cicatrices, empecé a interesarme por lo
pop radical. No pop tipo Roxette, que también, digo lo pop tipo
sintonías de las series de la tele.
El arte ¡oh, amigos! ha de servir a
tus más bajas pasiones. Las bajas pasiones lo son porque el contrato
social no deja que sean más elevadas, no por su naturaleza
intrínseca. Es decir, si llegas a una reunión tarareando la melodía
de Seinfeld tu jefe, que el pobre es retrasado mental, igual te mira
mal.
Y tú, como eres un cobardica, vas a
dejar de tararear Seinfeld.
Sin embargo cuando vuelvas a casa
dándole vueltas a la cabeza, pensando en qué te has convertido, en
un mierda, en una plasta de vaca, quizás te encuentres conmigo. Yo,
casualmente, también estaré tarareando la melodía de Seinfeld. Y
ahí tú interiorizarás que quizás otro mundo sea posible, porque
si yo lo hago puede que tú algún día puedas hacerlo también.
Por tanto mi osadía no es más que un
servicio público.
Mi presencia y tu pequeñez ante mi no
es más que el recuerdo de lo que pudo ser tu vida y no fue. Esto es
más triste que la melodía de Canción triste de Hill Street.
Naturalmente yo me lo he currado. Yo he
tenido jefes probablemente bastante más retrasados mentales que el
tuyo y aquí me tienes. Yo no me he rendido.
Así que una vez superada la humana
envidia no te queda más que postrarte a mis pies y suplicarme algo
del mágico brebaje que me hace a mi tan guay y que tú hace tanto
tiempo que no tomas.
Y yo te diré, cual sabio de la cumbre:
“¡No hay brebaje, criatura! ¡Todo lo que necesitas está dentro
de ti!”. Y a ti te entrará el bajón porque ya no sabes hacer nada
sin pagar por ello.