Apelar a la inteligencia para vender
algo es un truco formidable. Nadie se autorreconoce como tonto.
Nadie. Cañita Brava se revolvería como un perro rabioso si sugieres
que es tonto.
Todo el mundo se cree, por alguna
razón, inteligente. Pueden aceptar que son débiles, feos, molestos,
caprichosos, pero jamás aceptarán que son tontos. Es el último
bastión del orgullo de la humanidad.
Francamente, una raza que se depreda a
sí misma hasta límites insospechados hasta tiempos recientes no
debería presumir de inteligente. Puede presumir de muchas cosas, eso
sí, pero no de inteligencia.
Dime de qué presumes y te diré de lo
que careces. Haz una encuesta. No lograrás más de un raquítico
0,1% que se confiese tonto de capirote. En paralelo, examina las
pruebas; observa cómo dirigen su vida los encuestados. Te darás
cuenta de que los que son inteligentes no es más de ese raquítico
0,1%. No sólo dime de qué presumes y te diré de lo que careces,
sino que, peor, el orgullo precede a la caída.
Confesarse tonto es la mayor liberación
del mundo. Confesar que no sabes es el prolegómeno para la
liberación en forma de conocimiento.
Yo no tengo ningún problema con
confesarme tonto. ¡Ya ves tú! Cuanto más tonto crea que soy más
aprenderé. Y así un día, pletórico, contemplaré con regocijo que
soy el más inteligente de todos.
Yo voy a Media Markt, porque Yo No Soy
Tonto. Compro Dixan porque es La Manera Inteligente de Lavar. Tú
deberías imitarme.
Como ves, apelar a que tú, sin duda,
eres más inteligente que el resto es el cebo definitivo para que un
retrasado mental pique.
Por lo tanto si yo te quiero vender
algo lo que usaré es el arma definitiva, como Ender, porque yo ya no
estoy para tonterías. Apelaré a tu orgullo de chichinabo para que
hagas lo que yo quiero y no otra cosa.
Por tanto, querido lector, ese que sabe
distinguir el grano de la paja, ese que conoce este recóndito blog
para Seres Celestiales, enhorabuena; estás en una élite. ¿O no?
¡Dios mío, Juan! ¡Deja de enredarme en los circuitos, por los
clavos de Cristo!