Ayer estuve en un outlet de productos
deportivos en la Casa de Campo. Era más pequeñito de lo que
pensaba, pero bueno, peor es una pedrada en un ojo.
Me dieron esta octavilla mientras veía
bicis que sobrepasan los límites de mi imaginación. Yo dejé el
mundo de los bicis, no sé, ¿en 1993? Dios mío, cómo está el
patio.
Ahora resulta que las bicicletas tienen
motor y ya no tienen tres platos. Tienen uno solo, el pequeño.
A mi estas bicis me parecen motos que
no se atreven a dar el paso. Por Dios, para mi una bicicleta no ha de
tener ni cambios. Un plato y un piñón. Apáñate con eso.
Yo soy un clásico. Me gusta tener un
coche normal, no un Smart, y tener una bicicleta sencillísima, la
más sencilla de todas. Estos engendros intermedios que tratan de
unir dos mundos por alguna extraña razón me resultan retorcidos.
Dios mío, ¿qué problema tienes? Esto que has fabricado es
complicadísimo.
Ei, ¿por qué has de romperte el
espinazo fabricando una bicicleta que le guste a todo el mundo? Si a
ese tipejo no le gustan las bicicletas es su puto problema. No vas a
pervertir el bello concepto bicicleta, tranquilo y puro, por un loco
terminal que sólo busca más y más potencia.
Para los locos terminales no se
fabrican bicicletas, se fabrican camisas de fuerza, lo sabe todo el
mundo.
Yo de pequeño nunca tuve problemas con
la existencia de coches. Usaba la bici para ir con mis amigos y el
coche para que mis padres me trajeran de vuelta a la ciudad. ¿De
verdad esos dos mundos son TAN opuestos como nos quieren hacer creer
los hipsters?
Y si de pequeño no veía problemas en
los coches, de verlos ahora sólo significaría que soy un adulto
retorcido. Y eso no es para mi. Demasiado loser. Demasiado
gilipollas.